jueves, 17 de noviembre de 2011

Era cierto; existen.

Ya no te atreves a decir que es lo que falla. Ya no sabes darle un nombre ni un origen. El problema es el mismo, si, pero hay que ser sinceros; para ti ha cambiado. Porque tu visión ha cambiado. No es que ya no te duela. Que no te importe. Es que has aprendido a convivir con él. Y si, será todo el mecanismo de defensa que quieras, pero también es muy triste. Es triste saber que llevas tanto tiempo respirando y sin vivir, que ya no te das cuenta. Es triste que los gritos ya no te sobresalten. Es triste que las palabras pierdan sentido. Es triste estar cansada de seguir adelante. Tan cansada, que tampoco puedes detenerte. Tan solo la inercia te mantiene en pie. La inercia de la rutina, cada día...

Y algo más.

Sabes que le quieres. Sabes que los momentos bonitos son más grandes que las discusiones, como mínimo dentro de ti. Sabes que hay gestos suyos que, a pesar de todo, están ahí. Sabes que le importas. Y que nunca te haría daño. Pero hay algo que no sabes. Hay algo que puedes creer o no, pero realmente no lo sabes. No sabes si te quiere tanto. No sabes si él está dispuesto a todo esto. ¿Y si se cansa? Lo ves en sus ojos a veces, y los tuyos se llenan de lágrimas tan rápido que no las puedes controlar. Y te escondes. Te escondes para que no te vea. Te escondes para no verle. Para no ver las ganas de tirar la toalla en el brillo de sus ojos. Para ocultarle tu miedo. Te gustaría que esa amenaza desapareciese encendiendo la luz, como cuando eras pequeña y los fieros monstruos de la penumbra se convertían en inofensivos montones de ropa. Pero esta vez no desaparece. Esta vez no hay luz que te aporte alivio. Esta vez el monstruo es real, y no se le puede matar con una espada. Esta vez, el monstruo vive también en ti.

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